miércoles, 8 de julio de 2009

Todo lo que siempre quiso saber sobre el eclecticismo y nunca se atrevió a preguntar (I)

Eclecticismo es un término generalmente peyorativo que designa la libre tendencia a utilizar los estilos del pasado y que, por defecto, se aplica a toda la producción arquitectónica del siglo XIX. Aún así, no todo fue imitación banal y escasamente rigurosa de todo cuanto fuese anterior al siglo XVIII, sino que también aparecieron líneas muy ortodoxas de investigación y recuperación de estilos artísticos antiguos. Los “revivals” ó “neos” suponen el reflejo (aunque algo distorsionado) de las aspiraciones del romanticismo.

Básicamente, todo el panorama que trataremos puede resumirse como un proceso de subjetividad progresiva, cuya culminación se alcanza en el romanticismo y que sigue ejerciendo influencia hasta nuestros días. Una breve síntesis de este recorrido desde la Edad Media hasta principios del siglo XIX se hace necesaria como introducción general a toda esta primera parte. El objetivo de la misma es, mediante un desarrollo histórico, exponer las diferencias existentes entre eclecticismo e historicismo.

Para hablar del proceso de subjetivización romántica debemos remontarnos al Renacimiento, período en el que, tras el lapsus medieval, el hombre vuelve a ser la medida de todas las cosas. Será éste ahora el centro del universo (aunque en muchas ocasiones bajo la atenta mirada de Dios), y a su vez, estas dos premisas serán las que sienten las bases del Renacimiento y de la Ilustración.

En filosofía, el acento en la relación entre el yo humano y el mundo exterior se aleja cada vez más de la validez de los objetos para acercarse al sujeto. Claro ejemplo de ello es Descartes, quien hace su dubitativa búsqueda de la verdad en la conciencia del sujeto (ego cogito) y no en algo preestablecido (cogitatum). Los fundamentos del sistema filosófico cartesiano encuentran también su clara aplicación en el arte, sobre todo en el humanismo. Así, la aparición de la perspectiva nos habla de la relación entre el objeto pensado y el punto de vista del sujeto observado, contratando con la pintura plana medieval, eminentemente objetiva y que nos habla de verdades sagradas -que no cambian según los puntos de vista-. También estas teorías hacen su eco en el urbanismo. Ya Descartes se quejaba en su Discurso del Método, de la tortuosidad de las calles de las ciudades antiguas, así como la falta de uniformidad en las fachadas, como si fueran obra de la casualidad y no de la voluntad de personas dotadas de razón. En su lugar, reclama la realización de proyectos coordinados por parte de ingenieros, consejo que será aplicado poco después (aunque ya el renacimiento italiano había dado algunos buenos ejemplos de coordinación urbanística).

En lo que respecta a la historia, observamos que a partir del siglo XVI la historia terrenal empieza a ganarle terreno a la historia sagrada; ésta considera los hechos como recompensa de Dios ó como consecuencia del pecado original, luego no da margen de libertad al hombre. Por contraposición, la historia terrenal nos habla de las decisiones de sus protagonistas, libres en todo momento de decidir lo que hacen. Tanto en este aspecto como en el filosófico fue de gran ayuda la invención de la imprenta, por cuanto permitió un progreso en las comunicaciones y facilitó el acceso de la cultura a todos los sectores de la sociedad (de hecho, el objetivo de Gutenberg era que todo el mundo pudiera tener su Biblia).

Este proceso también encuentra su aplicación en lo social: la sociedad aristocrática, en la que el privilegio viene de nacimiento y no tiene nada que ver con la persona que lo tiene, va dando paso a una sociedad burguesa, en la que el individuo debe destacar gracias a su esfuerzo y a la competencia con sus similares. Esta rivalidad impide en principio tener conciencia de grupo, aspecto del que sirve la aristocracia para sus propios fines: banqueros, artistas… Por otro lado, esta individualización sienta las bases de la revolución industrial, ya que con su esfuerzo por ser cada vez más, el burgués es capaz de las más descomunales operaciones y que acabarán desembocando en la aparición del capitalismo burgués como sustituto del mercantilismo de la monarquía absoluta.
Todas estas manifestaciones constituyen las fuerzas motrices de la ilustración. El conocimiento del objeto debe sobrepasar ciertos obstáculos, que nacen del interior del sujeto en forma de prejuicios y emociones que enturbian la razón, o bien que le obstruyen el camino desde fuera, en calidad de autoridades y gobernantes (quienes en ocasiones persiguen la libertad de expresión). Esta lucha y rechazo de todos estos obstáculos reside toda la fuerza explosiva intelectual de la ilustración. Pero esta inversión del objeto al sujeto no conduce a ninguna transformación ideológica, sino que tiende a reordenar lo existente. Esta reordenación pasa por la reconciliación entre antagonismos, en la síntesis de contrarios, y de este modo eliminar los obstáculos que impiden al sujeto alcanzar el perfecto conocimiento. De este modo, el clasicismo tiene como objetivo la síntesis entre Antigüedad y Cristianismo, Ilustración y primer romanticismo, corazón y razón, libertad y causalidad, incluso entre Dios y el hombre. El resultado de acercar las oposiciones históricas, antropológicas y teológicas sirve tanto para las normas estéticas como para las literarias. Encontramos un claro ejemplo de ello en Jane Austen; la genial escritora inglesa supo captar en sus novelas esta síntesis de opuestos. En ellas (sobre todo en Sentido y sensibilidad), la relación entre los personajes está marcada por personalidades opuestas: así, en Sentido y sensibilidad nos narra las vicisitudes amorosas de dos hermanas, una práctica y recatada (que representa al sentido, la razón), y otra más libre y romántica (que representa la sensibilidad y el primer romanticismo inglés).

La idea de obstáculos del conocimiento nos habla de fronteras en el propio proceso cognoscitivo, fronteras que en cierta manera enmarcan el modo que tiene el sujeto de ver el mundo. Dentro de estas fronteras el conocimiento discurre por los rectos caminos de la razón. Pero estos cauces tan regulares y estas barreras del conocimiento que se intentan eliminar acaban por crear también un sistema anquilosado y tendente a la objetivización (la razón -necesaria para el perfecto conocimiento- es universal e idéntica para cualquier individuo). Antagónicamente, pero a la vez muy en línea con lo dicho sobre la reconciliación de contrarios, la progresiva subjetividad que tratábamos desembocó en una nueva objetividad, pero ya no la divina de la Edad Media, sino una basada en la búsqueda de un lenguaje universal que permitiera al sujeto un perfecto conocimiento de la realidad. El hombre salió de las tinieblas medievales iluminado por la razón, pero ésta le deslumbró tanto que acabó cegándole de nuevo.

El romanticismo, por el contrario, intentará superar todas estas barreras e ir más allá de las mismas. Ya no habrá una meta, sino una constante expectativa a alcanzar un nuevo grado de perfección. Ahora se buscará lo universal en lo inalcanzable; el núcleo de partida de la subjetividad se expande como un sistema estelar del universo. Esta expansión, en su inalcanzabilidad, representa un anhelo de ir más allá de los límites de la ilustración. Los límites del conocimiento -lo maravilloso, mágico y sobrenatural-, se convierten de nuevo, como en la ensalzada Edad Media, en el tema preferido.

Esta trasgresión de los extremos, esta marcha incesante que ignora las barrearas y está dominada por pasiones irrefrenables, no puede llegar a ningún sitio en el sistema tradicional, por ello, antes de la destrucción que provocaría, se tiene la alternativa de la ruptura con lo convencional, actos muy típicos del romanticismo (como los suicidios ó las conversiones al catolicismo -más místico que el protestantismo- de muchos románticos). En esta tendencia hacia una estructura abierta, las fronteras de los géneros se vuelven permeables (en bellas artes esto dará lugar a los eclecticismos), libres para poder combinarse creando un verdadero sistema universal. Pero esta permeabilidad y libertad no es irracional y libertina, pues los sentimientos y las pasiones deben pasar por la autorreflexión y la actitud crítica, que configurará una nueva etapa de reflexión que durará hasta nuestros días.

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