domingo, 6 de junio de 2010

Tres falacias sobre el clasicismo

Publicado originalmente en: The Architects Journal, 7 de Mayo de 2010
Traducción: Pablo Álvarez Funes

Se han portado muy mal con el clasicismo, argumenta Robert Adam. Aunque su longevidad demuestra que el público sigue demandando edificios clásicos, suelen usarse tres falacias sobre estilo, relevancia y autenticidad con las que se pretende justificar la hostilidad que recibe desde el ámbito profesional.


Ya sea en Europa, América, las Antípodas o incluso la India, no podemos escapar de la Arquitectura Clásica. Nos acompaña desde hace más de dos mil años y ha tenido una presencia ininterrumpida en Europa durante 500 años. Las formas clásicas están tan profundamente alojadas en nuestro subconsciente que cada vez que un arquitecto proyecta un edificio con una hilera de columnas, redondas o cuadradas, y coloca vigas sobre ellas, nos parece que posee cualidades clásicas. Algunos arquitectos contemporáneos, como Eric Parry, afirman que esta comparación es deliberada, mientras que otros, como David Chipperfield, afirman que no lo es. Pueden atribuirse cualidades clásicas incluso hasta a sus arquitectos más antagonistas: Venturi afirma que Mies van der Rohe era un clasicista, y el historiador de la arquitectura Collin Rowe hizo la famosa comparativa entre las villas de Palladio y Le Corbusier.

Precisamente por eso, los últimos sesenta años formación arquitectónica anti-tradicional han creado profesionales ignorantes de la historia y el vocabulario de la arquitectura clásica. Aunque no sepan mucho sobre ellos, pocos arquitectos condenarían los edificios del pasado. Para dar a sus edificios una especie de pedigrí clásico, algunos arquitectos dicen haber usado proporciones clásicas (a menudo de dudosa procedencia) o haber encontrado inspiración en las cualidades abstractas de un edificio clásico. Sin embargo, hay poca simpatía cuando se trata de proyectos literalmente clásicos, y frecuentemente son descalificados como “pastiches” o “fuera de nuestro tiempo”.

Como justificación de esta hostilidad, y azuzados por la ignorancia, los arquitectos suelen argüir tres falacias sobre la arquitectura clásica. La primera es que el clasicismo es simplemente un estilo. A la vez que hay un ancestro común en las antiguas Grecia y Roma, las diferencias entre el renacimiento, barroco, rococó y el clasicismo nórdico de principios del siglo XX (sólo por mencionar los más obvios) son profundas y muy visibles. Las tipologías han cambiado de templos a iglesias, cabañas a palacios y talleres a aeropuertos. Siguiendo con esta falacia de estilo unitario está la idea de que el clasicismo representa inevitablemente algún tipo de desagradable régimen político que se corresponde con un determinado periodo histórico. Pero es tal la variedad, flexibilidad y ubicuidad tipológica del clasicismo que se ha utilizado para expresar la democracia en EE. UU., la autocracia en la Alemania Nazi, el orgullo cívico del siglo XIX, el Paganismo en la Antigüedad, el Cristianismo a partir del Renacimiento, y mucho más.

La segunda falacia es que, debido a su antigüedad y orígenes en antiguas técnicas constructivas, el clasicismo simplemente no pertenece a nuestro tiempo. Pero esto sólo puede defenderse si tenemos alguna teoría determinista acerca de lo que debe ser la modernidad. La Arquitectura Clásica es parte del mundo moderno. Sigue siendo ampliamente demandada y suministrada (tanto bien como mal) alrededor del mundo. Nunca ha estado limitada a una técnica constructiva: los antiguos griegos imitaron las construcciones de madera; los romanos no sólo añadieron el arco, además hicieron estructuras de ladrillo que parecían de mármol; las cúpulas renacentistas introdujeron elementos de tensión y la revolución industrial el hierro fundido; los primeros rascacielos eran clásicos; y los muros de vidrio se remontan al siglo XIV. Ahora, para sorpresa de muchos, las construcciones tradicionales de diseño clásico han resultado ser las más sostenibles.

La idea de obsolescencia suele incluir una comparación con lenguas muertas, usualmente el latín. Sin embargo, como cualquier lingüista podría afirmar, una lengua sólo está muerta si nadie la usa.

Puede que la mayoría de los arquitectos lo hayan abandonado, pero en el resto del mundo el lenguaje clásico sigue vivo y en perfectas condiciones. El abrumador deseo de viviendas clásicas y tradicionales se ha establecido más allá de toda duda y la venta de molduras de piedra artificial, molduras de yeso y detalles de plástico (independientemente de su calidad) continúa a buen ritmo. Estas cosas significan algo para quienes las demandan. Sería necesario un estudio para saber lo que significan, pero podemos estar bastante seguros que no es una asociación con la tribu griega de los Dorios o el sacrificio de animales. En todas las lenguas los significados cambian, pero esto no implica que el lenguaje haya muerto. De hecho esta cualidad es la que precisamente da a las lenguas su riqueza y complejidad.

La tercera falacia es que ya no es posible construir edificios propiamente clásicos debido a la falta de cualificación o el coste de la mano de obra. En primer lugar, la mano de obra cualificada está disponible y la tecnología facilita lo que una vez requirió un laborioso esfuerzo intensivo. Un edificio clásico no necesita ser más costoso que cualquier otro. En segundo lugar, y más significativo, la falta de práctica proyectual ha llevado a la idea de que el clasicismo consiste sólo en aplicaciones decorativas, y cuantas más mejor. De hecho, en el clasicismo dice más lo que se omite que lo que se muestra. Debido a su completa familiaridad, cuando se suprime la decoración siempre queda la impresión de podría volver a colocarse. Esto otorga al clasicismo gran flexibilidad, pero puede llevar a la gente que determinados edificios, como la Carré d’Art de Foster & Asociados, son clásicos cuando no lo son.

Esta ambigüedad es una prueba de la persistencia subyacente del ideal clásico, que debería ser explotado en lugar de ignorado. La élite arquitectónica a menudo desdeña a los escasos profesionales clasicistas o los encasilla tranquilamente en la categoría “reproducción”. Por su parte, muchos clasicistas ven la modernidad como el enemigo. Ninguna de las dos actitudes son saludables. Es común el deseo público de beneficiarse de las virtudes de la modernidad y la tradición. Un profesional liberal debería aceptar e incluso combinar la energía de la innovación y la sabiduría del clasicismo. El potencial creativo es enorme.

El arquitecto clásico Robert Adam es director de Adam Architecture.

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